EL ROSARIO PROTEGE DE EPIDEMIAS

En el territorio de la Provenza, había un hombre del pueblo, llamado Pedro, que en la parroquia, además
de las funciones (litúrgicas) y sus propias devociones personales, se sentía fuerte en el corazón para
emprender una obra para la Virgen María. Era visto por muchos rezar diariamente el Rosario de Jesús y
de María. De hecho, oraba asiduamente y fervientemente el Rosario, y lo recomendaba encarecidamente
al pueblo cuando se reunía en la Iglesia. Y el rebaño devoto dio grandes frutos, no sólo cien veces, sino el
doble.
 

Eran inmensos, los frutos espirituales para las almas, que la Gracia de los Dones Celestiales del
Rosario, llenaba a los fieles de riquezas inimaginables e indescriptibles. Y en esa tierra fructífera, los
sublimes frutos de las gracias crecían desproporcionados, y maduraron, copiosas, las misas
resplandecientes de los santos méritos, cuya vista era muy bienvenida a Dios, a los Angeles y a los
hombres.
 

Otra fue, sin embargo, la razón del buen resultado del momento al plantar su sacrificio reflexivo
de alabanza al Rosario, que ofrecieron a Dios y a la Madre de Dios, la Protectora María los aumentó y los
defendió de todo mal. De hecho hubo dos calamidades: la plaga y la guerra, a intervalos de tiempo, que
trajo la devastación general a toda la Provincia. De ambas calamidades, sin embargo, Dios mantuvo ilesa
a la única Parroquia de los Rosariantes. La epidemia despiadada de la plaga, a lo largo y ancho, diezmó a
toda la Provincia.
 

El desastre de la guerra, que se extendió por todas partes, masacró a muchos hombres; y después
de la feroz matanza, edificios sagrados y seculares fueron saqueados y fueron quemados ferozmente,
hasta que los arrasaron hasta el suelo. Incluso los campos y la tierra, fueron devastados y alrededor de
allí había desolación y miseria. Sin embargo, no afectaron todos estos males a la Parroquia de los
Rosariantes.
 

En otro lugar, en el país donde estaba la Parroquia de los Rosariantes, ningún enemigo puso el pie
de la guerra, lo cual fue un verdadero milagro. Era como si los depredadores enemigos de carácter
bárbaro, nunca trataran de hacer daño a nadie.

(De los escritos del Beato Alano de Rupe: “El Santísimo Rosario: El salterio de Jesús y de María”. (Libro
5).

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