En la Francia Cristiana, el Palacio del Reino de Cristo, no hace tanto tiempo vivió un hombre muy
virtuoso, que había adquirido serenamente con la práctica religiosa, y por su justicia, estaba a cargo de
todos los frailes en el grado supremo de la Abadía, con el título de Abad. Y allí, se distinguió por muchas
otras grandes obras. Surgieron en el infinitas virtudes y ejemplos de santidad, entre ellos el rezo diario
del Santo Rosario. Los que lo conocieron, siempre lo vieron con la Corona del Rosario, que llevaba no por
mera ostentación, sino para recitarlo con gran devoción. Oraba el Rosario asiduamente y
silenciosamente. El era incansable en enseñarlo, con sencillez, a los principiantes, y fue ferviente en
recomendarlo a sus religiosos. También lo recomendó a los seculares, a los ancianos, a los jóvenes y a los
niños. Nunca se cansó de recomendar el Rosario, era amable al hablar, y siempre fue escuchado con
admiración.
¡El Dios que iguala los relatos, quiso corresponder y recompensar el esfuerzo amoroso de su
siervo! Y mientras él oraba a Dios, por la intercesión de María Defensora del Pueblo, Dios lo consolaba,
por la intercesión de María. ¡Oh cuántas Gracias recibió de Dios, por haber tenido el mérito de recitar el
Rosario! Por lo tanto, María, Soberana de los Cielos, Reina y Patrona del Rosario, accedió a comparecer
varias veces al Abad, Su Siervo, en una luz espléndida, reconfortándolo, maravillosamente; y con él solía
conversar con afabilidad, en la escucha y en el diálogo mutuo. Y, no sólo lo consolaba con Sus dulces
palabras y con Su Presencia, sino que también le explicaba a menudo los Misterios de Dios en la Santa
Revelación, o le permitió probar con anticipación, la Bendita Visión del Cielo.
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