Beatriz, había hecho votos en Su Monasterio de Monjas, y era tan observadora de las reglas, que se
convirtió en un ejemplo espléndido para toda su Orden Religiosa. La virgen estaba en la flor de la edad,
encantadora en apariencia, hermosa en cuerpo y exquisita en carácter, incomparable en las prácticas de
piedad, y especialmente, en la veneración de la Madre de Dios. Todos los días, ella sola, sin que nadie la
viera, visitaba el altar de la Virgen con el Niño, y recitaba el Santo Rosario, permaneciendo todo el
tiempo de rodillas, o se inclinaba hasta el suelo, pidiendo gracias. Y cada día ofrecía a Dios y a la Madre
de Dios, este ejercicio de piedad del Rosario, sin descuidar sus deberes, que realizaba rápidamente entre
una cosa y otra, o en secreto, al retirarse de los compromisos comunes, acumulando méritos.
El Rosario fue una delicia para el alma pia, y sintió que saciaba su alma y la entretenía maravillosamente.
Mientras tanto, se le había confiado el cuidado de la Iglesia, como Sacristana, es decir, como Guardiana.
Esta tarea llegó a ser para ella muy deseada y muy agradable para ejercer su práctica de piedad.
La virgen ardía por el amor de Dios. El diablo roía sus dientes, y por desgracia, estaba tratando de
encontrar el momento adecuado para atacarla. Y ese momento propicio llegó cuando un clérigo levantó
sus ojos intencionalmente e imprudentemente a la virgen que estaba ornando los altares, y se entregaba a
la Iglesia para los deberes de custodia, y la vio con frecuencia y de buena gana. Y, para la furia de verla,
se iluminó de amor, hasta que se enamoró locamente de ella. El clérigo estaba buscando cada oportunidad
para hablar con ella, y él la ayudaba en sus tareas. Empezaron a hablar, hasta que se dejaron engañar por
el demonio. El mal ardía por dentro, y en los huesos tranquilos quemaba el amor. La antigua serpiente
nunca dejó de atormentar y afligir su corazón y su alma, y el clérigo ya no podía orar y predicar.
Finalmente, ganó el engaño, y la fragilidad humana disminuyó. La virgen ya no era capaz de ocultar el
fuego del amor, ni soportar sus rubores.
Abandonó el propósito de su Virginidad. Sin embargo, antes de abandonar el Monasterio y arruinar el voto de castidad, se acercó al altar de la Virgen Madre, y deplorando el mal que estaba a punto de cometer, puso en las manos de la estatua las llaves que ella tenía como Guardiana, y las entregó a la Madre de Dios para protegerlas, y huyó.
Después de consumir tanto sacrilegio por un tiempo, el clérigo comenzó a sentir en su corazón la
tediosidad y el disgusto del pecado, y sintió el arrepentimiento y la vergüenza. Expulsó de su casa a
Beatriz quien con determinación se había distanciado mucho de la fe. Ella errante y desdichada,
avergonzandose de regresar al convento, comenzó a trabajar como prostituta en un lupanar, y de esta
forma vergonza vivió durante quince años.
Hasta que una vez, mirando hacia atrás, dejó de ser una prostituta, regresó al Monasterio, y
preguntó a la portera si todavía recordaba a la Monja Beatriz, y la portera respondió: "La conozco
demasiado bien!
Cuando ella oyó estas palabras, se sorprendió, y no pudo comprender nada, así que decidió irse; cuando
de repente, ante sus ojos apareció la Madre de Dios, al igual que la estatua que vio en el altar, y le dijo:
"Coraje, Te he reemplazado en tu tarea durante todos estos años. Regresa ahora a tu casa, y reanuda tus
deberes, y comienza a hacer penitencia. Nadie sabe acerca de tu alejamiento."
Con estas palabras desapareció. La Hermana Beatriz se encontró, entonces, en el Monasterio, y volvió a
su corazón la antigua devoción y una nueva esperanza que estaba encendida en su alma; recuperó las
llaves y regresó a su celda. Y nadie se dio cuenta de que la Madre de Dios la había reemplazado
asumiendo su apariencia y su vestido de Portera. Beatriz le confió el asunto a su sacerdote Confesor,
ordenándole que lo hiciera público después de su muerte, pero que lo mantuviera en secreto mientras ella
estuviera viva.
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