Habían pasado ya casi 8 meses desde la última aparición del Ángel y Lucía, Francisco y Jacinta continuaban orando y ofreciendo sacrificios al Señor como el ángel les había indicado. Lucía tenía ahora 10 años, Francisco cumpliría 9 en Junio y Jacinta acababa de cumplir 7 en marzo. Aunque todavía no sabían leer, su madre, la señora Olimpia les seguía inculcando con esmero el catecismo y sus obligaciones como Cristianos. “Líbrenos Dios”, decía la Señora Marto, “de dejar pasar un domingo sin Misa”. La madre de Lucía, que era oficialmente la catequista de la parroquia reforzaba más aun si cabe la educación de sus hijos y sobrinos en la fe católica. El Sacramento por el que sentía más respeto y devoción era la Santa Misa.
En la mañana del 13 de mayo, la fiesta de Nuestra Señora del Santísimo Sacramento, los tres niños fueron temprano a Misa. Terminada la Misa la madre preparó el almuerzo para los niños y les mando a pastorear las ovejas. Caminaron unos metros hasta pasar Fátima y al cabo de un kilómetro hacia el norte ascendieron las pendientes de Cova da Iria, o Ensenada de Irene. Aquí dejaron que sus ovejas pastaran mientras ellos jugaban en la pradera. Después de haber tomado su almuerzo alrededor del mediodía, decidieron rezar el rosario sólo diciendo las primeras palabras de cada oración para de ese modo terminar antes. Tras el rezo del “rosario express”, jugaron a levantar una pared de piedras alrededor de una mata. Francisco hacía de arquitecto, mientras que Lucía y Jacinta se limitaban a seguir sus órdenes.
De repente, tanto el arquitecto como sus peones fueron sobresaltados por lo que después describieron como un “relámpago”. Se miraron atemorizados y miraron al cielo para comprobar estupefactos que brillaba un sol espléndido. Pensando que una tormenta se acercaba desde el otro lado de la montaña decidieron reunir a todas las ovejas e irse a casa. Mientras descendían la montaña, cerca de una encina volvieron a ser sorprendidos por un relámpago mucho más deslumbrante que el anterior.
De las memorias de Lucía:
Y comenzamos a descender la ladera, llevando las ovejas en dirección del camino. Al llegar poco más o menos a la mitad de la ladera, muy cerca de una encina grande que allí había, vimos otro relámpago; y, dados algunos pasos más adelante, vimos sobre una carrasca una Señora, vestida toda de blanco, más brillante que el sol, irradiando una luz más clara e intensa que un vaso de cristal, lleno de agua cristalina, atravesado por los rayos del sol más ardiente. Nos detuvimos sorprendidos por la aparición. Estábamos tan cerca que nos quedábamos dentro de la luz que la cercaba, o que Ella irradiaba. Tal vez a metro y medio de distancia más o menos. Era una Señora hermosísima que aparentaba unos quince años. Vestía un vestido blanco como la nieve que le llegaba a los pies bien ceñido al cuello y con un cordón dorado. También portaba un manto blanco adornado con oro que le cubría tanto su cabeza como el resto del cuerpo. Tenía las manos juntas en posición de oración y sobre una de ellas colgaba un rosario con cuentas que parecían perlas. Su rostro era de rasgos delicadísimos y puros, rodeado de una aureola de sol, pero sombreado por cierta tristeza. Entonces esta Señora nos dijo:
– No tengáis miedo. No os voy a hacer daño. (Santísima Virgen María)
– ¿De dónde es usted?. (Lucía)
– Soy del Cielo. (Santísima Virgen María)
– ¿Y qué es lo que usted quiere de nosotros? (Lucía)
– Vengo a pediros que vengáis aquí seis meses seguidos, el día 13 a esta misma hora. Después os diré quién soy y lo que quiero. Después volveré aquí aún una séptima vez. (Santísima Virgen María)
(Esta “séptima vez” se produjo la mañana del día 16 de junio de 1921, cuando Lucía se despedía de la Cova de Iría antes de partir para el convento. Se trataba de una aparición particular y personal).
– ¿Iré yo al cielo? (Lucía)
– Sí, irás. (Santísima Virgen María)
– Y, ¿Jacinta? (Lucía)
– También. (Santísima Virgen María)
– Y ¿Francisco? (Lucía)
– También irá; pero tiene que rezar muchos Rosarios. (Santísima Virgen María)
Entonces me acordé de preguntar por dos amigas mías de Aljustrel. Eran amigas mías e iban a mi casa a aprender a tejer con mi hermana mayor. Una de ellas era Maria de las Nieves que debía tener unos 15 años.
– ¿María de las Nieves ya está en el Cielo? (Lucía)
– Sí, está. (Santísima Virgen María)
– Y, ¿Amelia? (Lucía)
– Amelia se quedará en el Purgatorio hasta el fin del mundo. (Santísima Virgen María)
Amelia fue una amiga de Lucía que murió a los 18 años en circunstancias que implicaban una conducta inmoral. Se sabe que Amelia se arrepintió sinceramente de sus pecados antes de morir pero no tuvo suficiente tiempo antes de su muerte para hacer penitencia por toda la pena temporal que sus pecados merecían.
– ¿Queréis ofreceros a Dios para soportar todos los sufrimientos que El desee enviaros, en acto de desagravio por los pecados con que es ofendido y de súplica por la conversión de los pecadores?
(Santísima Virgen María)
– Sí, queremos. (Lucía)
– Tendréis que sufrir mucho, pero la gracia de Dios será vuestra fortaleza. (Santísima Virgen María)
Fue al pronunciar estas últimas palabras cuando abrió por primera vez las manos de una forma parecida a cuando el sacerdote proclama el “Dominus vobiscum” y les comunicó una luz tan intensa como un reflejo que de ellas se irradiaba, que nos penetró en el pecho y en lo más íntimo del alma, haciéndonos ver a nosotros mismos en Dios que era esa luz, de una forma más clara de la que nos vemos en el mejor de los espejos. Entonces por un impulso íntimo, también comunicado, caímos de rodillas y repetíamos íntimamente:
“Oh Santísima Trinidad, yo Os adoro. Dios mío, Dios mío, yo Os amo en el Santísimo Sacramento”.
Permanecieron postrados en aquel océano de luz durante unos minutos en estado de éxtasis hasta que la Santísima virgen rompió el silencio.
– Rezad el Rosario todos los días, para alcanzar la paz en el mundo y el fin de las guerras.
(Santísima Virgen María).
Acto seguido comenzó a elevarse suavemente en el aire, subiendo en dirección al naciente, hasta desaparecer en la inmensidad del firmamento. La luz que la rodeaba iba como abriéndose camino en la bóveda de los astros, motivo por el cual alguna vez dijimos que habíamos visto abrirse el Cielo. El miedo que sentíamos, no fue propiamente de Nuestra Señora, sino de la tormenta que supusimos que iba a venir, y de la cual queríamos huir. Los niños permanecieron durante unos minutos con la mirada clavada en el cielo, en el punto por donde desapareció Nuestra Santísima Virgen María. Cuando volvieron en sí y miraron alrededor, buscaron las ovejas y las vieron pastando bajo la sombra de las encinas. Francisco se dio cuenta de que las ovejas habían invadido un campo de garbanzos. Corrió para apartarlas de ese campo perteneciente a otros campesinos pero Lucía le dijo:
- ¡Déjalas Francisco! La Señora me ha dicho que las ovejas no comen garbanzos. (Lucía)
Los niños se sorprendieron cuando apreciaron que las plantaciones verdes estaban intactas y que las ovejas sólo comieron de las hierbas crecidas entre el maíz, y por eso serían perdonados de ser castigados en casa. Pero su alegría era todavía mayor por haber visto a la hermosísima Madre de Dios. Sentían la misma alegría interior y la misma paz y felicidad que habían sentido el día que el Ángel les había visitado, pero con Nuestra Señora recibieron mucha más fortaleza y ánimo.
La aparición duró unos diez minutos y solo Lucía fue la que conversó con nuestra Señora, mientras que Jacinta se conformó con escucharla y Francisco pudo verla pero no oírla. Los pastorcitos pasaron la tarde en aquella Cueva bendita, recordando y reflexionando los más insignificantes detalles de aquel extraordinario acontecimiento. Se sentían profundamente felices aunque meditaban preocupados sobre el rostro de nuestra Señora. Sintieron en el rostro de nuestra Madre cierta tristeza y reflexionaban y meditaban el significado de cada una de sus palabras.
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