Había, en España, en la época de Santo Domingo (como narra Juan del Monte, en su Marial), una
mujer piadosa, que desde su juventud servía a Dios y a la Virgen María en el Rosario, siguiendo las
enseñanzas y consejos de Santo Domingo. Su nombre era Lucía, y nació en una familia notable, pero
ella era aún más notable en su fe. Se había casado con un soldado, y estaba embarazada, cuando los
musulmanes invadieron el Reino de Granada, y Dios permitió que los devastadores armados
mataran a su marido, y ella, tomada prisionera, fue llevada junto con muchas otras mujeres, a las
regiones paganas, y terminó en el servicio, como esclava sexual, de un tirano feroz, que la trataba
como la más vil de las sirvientes, haciéndole realizar las tareas más humildes. Tampoco los malvados
tenían ningún respeto por ella, que estaba embarazada, sino a menudo la golpeaban con palizas.
Llegó el momento del parto, que sucedió a medianoche de la Navidad del Señor, sin que nadie lo
supiera, y ella dio a luz sola, entre los bueyes y las ovejas, como un animal. Ella, sin embargo, en ese
sufrimiento nunca dejó de recitar el Rosario de María. Y de María obtuvo una maravillosa gracia.
De hecho, en esa hora del parto, mientras estaba afligida por el dolor, siendo su primer parto, era
muy joven, de hecho tenía catorce o quince años, y por esto era torpe, poco preparada e inexperta.
Sintió los dolores, y no sabiendo qué hacer, faltándole ayuda humana, sólo tenía la fuerza para tomar
la Corona del Rosario de María, y en esa noche oró tanto a la Virgen María, por mucho que el dolor
estuviera empeorando y empeorando. La Reina de Clemencia, que nunca cierra el corazón de los que
la sirven, se acercó a la afligida, y tomando el lugar de la partera, lavó al bebé y cortó el ombligo.
Y, ya que no había nadie que lo bautizara, de repente vino un Sacerdote que brillaba con luz infinita,
y tenía una Corona de Espinas en la cabeza, y sus manos con los Estigmas no ensangrentadas, sino
brillantes como estrellas. Llegó con un Diácono y un Subdiacono llevando consigo el Santo Crisma y
bautizó al niño y lo llamó Mariano. María, la Madre de Dios sostuvo al niño, y con el Nombre de la
Madrina María, el hijo de Lucía, fue llamado Mariano. Lucía estaba tan encantada, que por
asombro se había olvidado del dolor. Después de haber recibido el bautismo, María entregó el hijo
pequeño a Lucía, diciendo:
"Oh hija, aquí está tu hijo, consúlate y sigue adelante, te prometo, de hecho, que para el futuro el
rescate vendrá a ti desde el Cielo."
Y desapareció de su vista, y Lucía permaneció con su hijo en el humilde establo, llena de alegría por
la visión. Estaba asombrada, porque el dolor le había pasado por completo, y se sentía tan fuerte
como siempre. Luego tomó a su hijo y lo colocó sobre la paja, entre las ovejas, como María puso
a Su Hijo Jesús en el Pesebre. Lucía permaneció allí, hasta el día de la purificación de María la
Virgen, alabando siempre a María en su Rosario. Y, de repente, en la mañana de ese día, un joven
con un rostro brillante se acercó a ella, y le dijo:
"Oh hija, ya que no te has purificado, según lo que pide la tradición cristiana, prepárate para ser
purificada, ya que vas a ser bautizada ".
Ella dijo: "Señor, aquí no hay Iglesia, ni Sacerdote, ni gente fiel".
El le respondió: "Por el contrario, ahora te llevaré a una hermosa Iglesia, donde verás cosas maravillosas y escucharás cosas maravillosas".
Y así, Lucía, llevando en sus brazos al niño, siguió al joven, y llegaron ante una hermosa Iglesia; en el
umbral de la Iglesia, fue recibida por María Magdalena y Santa Ana, la madre de María, quienes
tomando a Lucía de la mano, la acompañaron al Coro. Y he aquí, la Virgen Santa María se apareció
a Lucía, y le dijo:
"Bienvenida, hija. Muchas veces me has presentado a Mi Hijo, en Mi Rosario. Ahora te presentaré a
El, junto con tu hijo, para tu Purificación."
María la tomó de la mano y la dejó entrar en la balaustrada, donde estaba el Trono Real de María, y
la invitó a sentarse cerca del Altar Superior. Y vino ese Sacerdote, que había bautizado a su hijo, y
con indescriptible soavidad celebró la Misa. Cuando llegó al Ofertorio, María le dio a Lucía una
Vela, y la invitó a exhibirla. Esta Vela se dividió en tres partes, y cada parte tenía cinco lámparas
magníficamente adornadas. Y esta Vela, aunque era muy grande, era más ligera que las otras velas.
También hubo una pregunta entre Lucía y María, quien, en primer lugar, debía besar la mano del
Sacerdote celebrante. María, sin embargo, instó a Lucía a besar por primera primera vez la mano
del Sacerdote diciendole:
"Hoy has sido purificada: yo, por otro lado, he sido purificada hace mucho tiempo; por lo tanto, es
apropiado que tu beses la mano primero".
Así que Lucía besó la Mano Divina del Cristo Celebrante, y poco después besó a María. Así que, de
vuelta a su casa, Lucía, primero se sentó. Y cuando al final de la Misa, ambos fueron a recibir la
Comunión, primero comulgó Lucía y luego María. Después de recibir la Comunión, contempló y
reflexionó sobre los maravillosos Misterios Divinos, luego alegre y radiante, María la llevó a la
Puerta de la Iglesia, y le dijo:
"Guarda, oh hija, lo que has recibido, y persevera en la obra que has comenzado. Te traigo de vuelta
a tu tierra".
E inmediatamente, a la décima hora Lucía se encontró junto con su hijo en la Iglesia de
Santiago de Compostela. Lucía era originaria de Compostela, pero se había casado en el lejano Reino
de Granada.
Ella permaneció en clausura por el resto de su vida, y su pequeño hijo Mariano permaneció allí con
ella. Y después de la gloriosa muerte de su madre cuya alma, la Virgen Santa María llevó con gran
júbilo a los Gozos Eternos, Mariano permaneció como ermitaño, lleno de todas las virtudes, evitando
la gloria mundana, y permaneciendo siempre al servicio del Rosario de la Virgen María, y recibiendo
muchas revelaciones. Y durante una Aparición de la Virgen María, terminó su vida felizmente. Por lo
tanto, mujeres y niños, instruidos por este ejemplo, alaben a la Virgen María en su Rosario,
repitiendo siempre: Ave María, Gratia Plena...
(De los escritos del Beato Alano de Rupe: “El Santísimo Rosario: El salterio de Jesús y de María”.
(Libro 5).
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