Había un príncipe llamado Alfonso que era noble y poderoso y que estaba tan lleno de vicios como
cuántas eran sus riquezas. Su esposa, por disposición Divina, había perdido la luz de sus ojos y por
este motivo con frecuencia instigaba a su marido para llevar a cabo malas acciones. Debido a sus
maldades, Dios le castigó y permitió que otros Príncipes invadieran su territorio, saqueando y
devastando todo, forzando al Príncipe y a su esposa a huir a otra ciudad. Entonces sucedió que Santo
Domingo, por gracia Divina, pasó a predicar por esa Ciudad, y el día de la Navidad de Cristo, dio un
excelente Sermón en la Iglesia Mayor, sobre el Rosario de la Virgen Santísima María. Ese día, el
Príncipe, cuyo nombre era Alfonso, fue a esta Iglesia por la solemnidad del día y sobre todo para ver
a este santo hombre del que tanto había oído hablar.
Este Príncipe raramente frecuentaba las Iglesias. Aquel día, estuvo allí escuchando la predicación de
Santo Domingo sobre las maravillosas realidades y fuerza que posee el Santo Rosario de la Virgen
María. Santo Domingo aquel día dijo que quien ore devotamente esta devoción, dispondrá de la
ayuda y protección de la Virgen María y siempre tendría un gran poder sobre sus enemigos. Así que
propuso a todos rezar el Rosario de la Virgen Gloriosa Maria.
Después de almorzar, Alfonso se acercó a Santo Domingo y le preguntó si era cierto lo que había
predicado sobre el poder del Rosario. Santo Domingo respondió:
- Todo lo que he predicado sobre la fuerza del Rosario de la Santísima Virgen es cierto. Y si quieres
rezarlo y unirte a la Cofradía del Rosario, te prometo que todo lo que he predicado sobre el poder del
Rosario, tu mismo lo tocarás con tu mano, e incluso aún más, de lo que has oído de mí.
Alfonso, después de escuchar estas cosas, recuperó la confianza y prometió orar el Rosario de la
Virgen María todos los días. Humildemente se inscribió en la Cofradía. Después de esto, Santo
Domingo se fue. Alfonso acudió a la Iglesia todos los días para rezar devotamente el Santo Rosario, y
en esta Ciudad perseveró así durante todo un año, al servicio de la Virgen María.
Un año después de haberse inscrito en la Cofradía, estaba un día como de costumbre en la Iglesia
rezando devotamente el Santo Rosario, pidiendo Misericordia y Gracia a la Virgen Gloriosa. Al final
de la misa solemne, cuando todos salían de la Iglesia para ir a almorzar, Alfonso se quedó allí solo, en
la Iglesia, rezando con devoción. Y fue en ese momento cuando se le apareció ante él, radiante y
hermosa, la Virgen María, quien tenía en sus brazos al hermoso Niño Jesús. Al ver esto, Alfonso
quedó maravillado. La Reina del Cielo le dijo:
"¡Oh Alfonso! Todo este año me has servido devotamente en Mi Rosario. Ahora he venido a darte
consuelo por el servicio que Me has dado. He obtenido de Mi Hijo, que ahora ves en Mis brazos, la
remisión de todos tus pecados. También recibirás todas las gracias que Mi Esposo Santo te ha
prometido, más aún, si perseveraras fielmente en Mi servicio. También te daré una Corona del
Rosario, para que siempre la lleves contigo, y tu enemigos nunca prevalezcan contra ti".
En ese momento la Santísima María le dio una Corona del Rosario de maravillosa belleza, y en un
instante desapareció. Alfonso, sosteniendo en sus manos el Rosario que le había entregado la Virgen
María, con gran alegría y asombro, regresó a su esposa y le contó todas las cosas que le habían
sucedido. Su esposa no podía creer las palabras de su marido. Alfonso le dijo:
"Toca la Corona del Rosario, que me dio la Virgen María".
Y tan pronto como la tocó, su esposa recuperó la vista. Tras ver un milagro tan grande, su esposa
creyó, y desde ese día comenzó a orar con gran devoción el Rosario de la Virgen Gloriosa María.
Después de este gran evento, Alfonso salió contra sus enemigos, y los expulsó a todos de su territorio
y recuperó todos los bienes que le habían sido robados. Desde entonces su nombre fue conocido a lo
largo y ancho de esos territorios, y los Príncipes y Reyes que luchaban contra los Infieles, se aliaron
con Alfonso, ya que, quienquiera que se aliaba con él, siempre lograba la victoria. Y en ninguna
batalla, nadie logró capturar a Alfonso. Nadie podía hacerle daño, y nadie podía prevalecer sobre él.
Y siempre, antes de entrar en la batalla, Alfonso rezaba devotamente y arrodillado el Santo Rosario
de la Virgen Gloriosa María. No aceptaba nunca a ningún siervo que no quisiera rezar el Rosario de
la Virgen María, y exhortaba a todos sus siervos a rezar el Salterio de la Virgen María.
Y, viendo el gran poder que tenía el Rosario, Alfonso hizo pintar y esculpir las Coronas del Rosario
en los sellos, en los escudos y en sus estandartes. Finalmente, la Virgen María quiso dar la
recompensa a Alfonso por el devoto servicio que se le ofreció. Fue un día que Alfonso comenzó a
enfermar gravemente. Alfonso sintió muchísimo dolor por sus pecados y lloró amargamente. Hizo
una confesión general de toda su vida y recibió los Sacramentos Eclesiásticos de un Sacerdote,
llamado Padre Juan. Después de recibir los Sacramentos muy devotamente, la Virgen Gloriosa
apareció allí con Su Hijo en brazos, y tomaron el alma de Alfonso para llevársela al Reino de los
Cielos. Ese Sacerdote vio el alma de Alfonso como una paloma blanca. La Santísima Reina de los
Ángeles es digna de guiarnos a nosotros también al Cielo, Sus Rosariantes, se le servimos de igual
modo en su Rosario. Amén.
(De los escritos del Beato Alano de Rupe: “El Santísimo Rosario: El salterio de Jesús y de María”.
(Libro 5).
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